Segundo día: por
la Gran Vía-Callao, el Retiro y el Prado (13.5.2019)
JRPedraza. La noche de
anoche, según el guión. Los nervios eran demasiados como para
conciliar el sueño. Nada nuevo bajo el sol. El pasillo de arriba,
una vez duchados y cambiados, más que una residencia que albergaba a
cansados viajeros que querían paz y sueño, parecía, digamos, a la
calle Gondomar en hora punta justo en el momento que los profesores subían a darle
vuelta a la cosa. “-¡Corre, corre, quita, quita, entra, entra!”.
Por arte de magia, la que parecía Gondomar o Cruz Conde, en un abrir
y cerrar de ojos, se había convertido en una galería monacal en la
que los monjes y monjas guardaban voto de silencio y voto de inmovilidad. La
pasarela Madrid Fashion Week de pronto se había quedado sin modelos
(moda de pijamas).
Cuando los profesores hicieron como
que se iban al camastro, ahora sin luz, la calle se volvía a
convertir en la bulla de la calle La Feria un Jueves Santo por la
tarde, sólo que los cirios eran las linternas de los móviles
haciendo relampaguces en una especie de baile tribal africano más
propio de un rito de transición a la vida adulta o de desbordado
fervor caníbal. Cuando Pedro apareció a oscuras ante tal despliegue
de luciérnagas revoloteantes, siempre a oscuras, un plaguicida
parece que los rocío de pronto, porque las linternas se apagaron como
pronto se cerraron, a portazo limpio, las puertas. Tras las mismas se
oía la respiración forzada de unos y las risitas de otras. “-Uy,
que por poco nos pillan”. Los nervios y las cosquillitas eran
demasiadas.
Alguna puerta se escuchó a una hora de cuyo número no quiero
acordarme, pero queremos pensar que es más un tema de Iker Jiménez
y Cuarto Milenio que de unos profesores que estaban más para el
arrastre que para hacer pinitos a lo Ángeles de Charlie.
Bajaron los decibelios y cayeron los párpados.
Por la mañana, la amable Rosa dejó paso a René, Yolanda y Raquel,
los “educadores” (monitores) que nos acompañarían durante la
jornada.
Antes de conocerlos, el color
rosicler del cielo meseteño, con un día que se adivinaba
maravilloso, trajo el trajín. Si no durmieron mucho, no se notó
nada, por que la calle Gondomar estaba llena de buen olor a los geles
de duchados, peinadas, perfumadas, de carreras por coger sitio.
Parecía la entrada a la fábrica en la que, a codazo limpio, la
gente lucha por picar para ganar un par de minutos. La diana por
estos lares es música ambiente que ya Rosa nos avisó de que sonaría.
Pues Manolo Sanlúcar llegó tarde al ruido de los grifos y los
secadores que, al final, se acoplaban a la bella melodía de “Entre
dos aguas” (tin, tiri.ti·ti, titi·ti·tin,…).
A las 8’20, desayuno (lo que el lector/a se puede imaginar). Y
terminando el mismo, salió una de las palabras del viaje: “Rutina:
dícese de los pasos o procedimientos que toda persona debe seguir
para cumplir las pautas que deben llevarle a hacer bien una
actividad, un desempeño,...”, y un desayuno. Traducido por José
Ramón: “Que hay que mirar por el retrovisor para ver cómo dejamos
las cosas”. Sillas metidas, mesas recogidas,...Todo bien. La
rutina, con algún rictus atravesado, se llevó a efecto. “Ah, y
eso para todo en la vida” (qué pesado es el profe -mañana
continuaremos hablando seguro de las rutinas-).
Limpieza de boca, retoques de maquillaje (¡Sombra aquí y sombra
allá,…!), perfume a gogó (parecía el pasillo Gondomar a algo así
entre “Aromas” y “Primor”), y Gálvez que metía primera en
el autobús. Nos atrancamos al salir. El trasatlántico parecía un
verdadero portaaviones entre glorietas. Y el paso de peatones, recién
pintado, y los profes quitando cubos de pintura y conitos para que
Antonio sacara la nave naranja del atolladero. Un pecado menor, qué
le hacemos. Dejamos el paso de cebra hecho unos zorros. En fin, había
que salir del CIE.
Cogimos rumbo sur. Sector de
hospitales y universidad, zona suburbana bien averiguada con verde
calidad de vida. Los neveros del Guadarrama a nuestras espaldas y el
sky line del nuevo
Madrid de los rascacielos frente a nuestro parabrisas. Cielo azul,
día límpido.
La almendra central capìtalina, el centro-centro lo diseccionamos de norte a
sur. La Castellana nos sirvió de aorta. Pedazo de arteria. Los
madridistas temblaban (¿de emoción?) al pasar por el Bernabéu. Los
atléticos miraban al frente como buscando Neptuno. Los culés
miraban a babor buscando escaparates de lo que sea, y quizá a alguno
se le escapaba un silbidito malicioso.
Las Cibeles pasó de largo. Neptuno lo envolvimos y en la misma
rotonda, apeón. René dio las instrucciones básicas de
supervivencia por el dédalo de abarrotadas calles: “-Cuidado con
vuestras carteras y mochilas, cuidado con dejaros el móvil al pagar
en lo alto de un mostrador, cuidado con despistaros, no corred del
sitio, ¡quietos!” (así pasó como era de esperar. Sin sobresaltos,
a la hora de esta crónica, todos sanos y salvos y a refugio).
El itinerario comenzó en Gran Vía. Allí se les repartió un
cuaderno de campo que tenían que realizar por grupos (8 de 5 y 1 de
6, pues 46). Ocho pruebas tenían que superar, y bueno, mejor o peor,
la mayor parte de los grupos las sacaron para adelante. Algún
grupo,...(se me acabó en este párrafo la tinta inspirado en la habilidad para dejar las cosas en blanco de dicha
cuadrilla). Ay.
En Callao a las 12’30. Sin
solución de continuidad, nueva tarea: trabajo por cinco librerías
(el Averroes estrenaba la propuesta que nos hacían los educadores),
y ahí tenían que averiguar autores de diferentes épocas, trilogías
españolas y libros de géneros variopintos. Lo lucharon, y por un
momento, los 46 pisando a la vez, como otrora, espacios de cultura
por el Madrid más culto justo a tiro de piedra de la histórica
calle Libreros, ahora de capa caída.
A las 13,15, concentración. Fin del
trabajo mañanero. La escena de ese reencuentro era de foto (por ahí
habrá alguna que lo testimonie). Un sólo árbol en Callao en medio
de la dureza del granito, y en su sombra, todo el Averroes metido
cual rebaño de ovejas que huyen del lorenzo
implacable que, a esas horas, iba marcando la carne (como en Master
Chef). ¡Qué calor!
Recuento pastoril. Ningún extravío.
Dimos un paseo hasta la Puerta del Sol, kilómetro cero. Desde la
estatua del oso y el madroño, tiempo libre. Cuidado, y a disfrutar de
la comida. Nos dejamos caer por los alrededores de Preciados,
Montera, Alcalá, Mayor. Y en esas que, con la boca llena, el bueno
de Pedro que tiene que hacer de bombero. Una papelera humeando que
parecía un puesto de castañas. Pedro, que es matemático, hizo
cálculo de situación. ¡Qué narices! Pedro, que es un tío
comprometido con la vida, hizo lo que a nadie se le ocurrió. Así se
hace el Averroes aunque nadie se entere. Bueno, aparte de este apunte
episódico.
15 horas. Sin postres ni puros, el Atleti femenino dueño del balcón
de la Comunidad mostrando su entorchado liguero. “-Atleti, Atleti,
Atlético de Madrid,….”. María José que es colchonera (o
india), se vino arriba. Si Pedro no se pujó por su heroicidad
bombera, María José se puso que era un pavo real oyendo el himno y
viendo a las niñas bajo el reloj campanero del fin de año.
La sombra del madroño de la estatua era el sitio de quedada. Era el
metro cuadrado más cotizado del Central Bussines District madrileño.
Envidia de todos el que podía abrir los ojos, por que el solazo que
caía sobre nuestras cabezas nos hacía parecer una excursión de
chinos con los ojos hechos unos ojales.
En ese punto nos cogió Alberto y Flavia, los guías vespertinos. Con
toda la calorina, foto de grupo. Un cromo. Pegados al suelo. Entre
nosotros no pegaba ni pegarse.
Calle Alcalá entre obras. Puerta de Alcalá (...ahí está, ahí está
viendo pasar el tiempo….). Entrando al Retiro, pregunta de Alberto:
“Rege Carolo III. Anno MDCCLXXVIII" pone en lo alto de la
puerta, ¿qué significa?”. “-Maestro, ‘regalo del rey’”.
“Uy, uy, uy”, se me escapa. Alguien al fondo (anónimo, no vamos a decir el
nombre), “doy latín, pero no sé lo que dice”.
El Retiro nos sirvió para bajar la comida. El estanque, el Palacio
de Cristal, salida, Los Jerónimos y el Prado. Imagínese el lector
lo que ahora viene. Suspense. Todo lo bueno que en una pinacoteca única
pueda pasar. Qué belleza, qué historia, cuánto arte.
Cuando salimos, tuvimos que llamar a La Rambla (empresa Pérez Cubero) para localizar al
timonel del barco. Un número bailado de su teléfono nos hizo
tragarnos algún improperio de la persona molestada. “-Quillo, que
no soy Antonio, ¿te enteras?”.
El alumnado, prudente, aguantó el tirón.
Llegamos a la residencia para cenar. Del tirón también (espagueti,
calamares, ensalada, arroz cubano). Ducha, futbito unos, ajedrez
otros, confesiones las demás.
Hoy nos sentimos más madrileños. Todo el mundo parece que ha vivido
aquí desde hace un tiempo. Bien todo. Los nenes están bien, los
vemos bien, nos sentimos bien de verlos así de bien.
A ver si las luciérnagas esta noche las soñamos. A descansar.
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